martes, diciembre 26

El olvido

La conocí en una academia de aquellas que, por la época, poblaban una ciudad que estaba despertando a un nuevo tiempo. Era el año 1976. Estaba situada en el entresuelo de un edificio de La Meridiana; de aquellos tan altos que se construyeron al amparo de la especulación del que fuera uno de los últimos alcaldes franquistas: Porcioles. 

Nos encontramos de forma casual, buscábamos ampliar nuestros horizontes personales y profesionales a través del estudio, porque nuestro origen nos negó esa posibilidad y nos lanzó al mundo del trabajo con apenas 14 o 15 años. Hijas de padres inmigrantes, teníamos el entusiasmo de la juventud y la voluntad de traspasar las barreras que percibíamos por el hecho de ser mujeres y no tener un título
La recuerdo sonriente, con unos grandes ojos negros y una melena en tono castaño. Sospecho que fue nuestra situación familiar lo que hizo que conectáramos de inmediato. Ella tenía un niño de poco más de un año, se llamaba  Dani y era toda su vida. Mi hijo ya había cumplido los tres, así que aún teníamos que conciliar el cuidado de las criaturas con las tareas domésticas y el estudio. Pero ella estaba sola. Me impresionó saber que el padre de Dani había muerto cuando el niño tenía pocos meses. Y así se quedó Clara, sola, con la responsabilidad de sacar adelante a un bebé, sin trabajo y con el dolor de haber perdido al amor de su vida cuando estaban empezando a construir una familia, casi en plena luna de miel. 

Me admiraba su fortaleza, su voluntad para llevarlo todo sin quejas, sin la ayuda de nadie. Tenía claro hacia dónde dirigir su formación, deseaba ayudar a los demás y la mejor manera que encontró fue estudiar enfermería. Y empezó por trabajar como voluntaria en un gran hospital. Así fue su aprendizaje, en el contacto directo con los enfermos, a los que cuidaba con cariño, porque Clara siempre tuvo mucha empatía y capacidad para consolar a las personas que estaban en situación de vulnerabilidad. Acabó los estudios de enfermería, al tiempo que hacía su voluntariado y ejercía el papel más difícil: ser la madre perfecta, capaz de llenar el vacío que el padre de Dani había dejado. Consiguió un contrato en el mismo hospital donde ya era conocida por su eficacia y su dedicación.  Se organizaba para poder estar con su hijo, llevarlo a la escuela y pasar todo el tiempo posible con él. Una enfermera que amaba su oficio y que se ha dejado la piel en el trabajo.

Aún era joven y tenía ese atractivo y esa fuerza de las mujeres que se bastan a sí mismas para salir adelante sin el apoyo de un marido. Quizás fue eso lo que enamoró a Jorge, su nuevo compañero,  al que conoció en el centro de trabajo, con el que se casó y volvió a vivir la experiencia de la maternidad. El ajuste a la nueva realidad exigió todo un esfuerzo. Ambos tenían ya una historia, una edad y las consabidas "manías" y rutinas, que en la convivencia se convierten en el caballo de batalla de las parejas. Pero Clara tenía coraje y luchó con los pequeños o no tan pequeños desencuentros. Sobrevivió con él al infarto que casi lo fulmina y siguió adelante, cuidándolo, siendo el apoyo en los años difíciles de sus hijos, pero siempre ejerciendo su oficio: enfermera, cuidadora en casa y en el hospital, dando quizás más de lo que debería haber dado, desgastándose en el camino, mientras su piel y sus ojos iban perdiendo el brillo de antaño.      
Compartimos mucho durante años: hijos, viajes, celebraciones y larguísimas conversaciones. Nos veíamos de tarde en tarde, pero cuando hablábamos nos entendíamos, aunque no estuviéramos siempre de acuerdo en todo. Yo sabía lo que le faltaba, porque, a pesar de su acomodada vida, conseguida a fuerza de esfuerzo y renuncias, algo muy profundo le hacía estar siempre insatisfecha en lo más íntimo. 

Como otras veces, después de mucho tiempo sin saber de ella, cogí el teléfono y marqué el número fijo, que aún sabía de memoria. - ¿Puedo hablar con Clara? - Al otro lado la voz inexpresiva de Jorge - ¿Quién eres? Lo siguiente me dejó helada. Clara no puede hablar contigo; de hecho no puede hablar con nadie porque ya no nos conoce. A veces, un rayito de luz se cuela en su cerebro y puede mirar a alguno de sus hijos sabiendo que son carne de su carne, pero no puede poner palabras, ni asociar rostros a nombres propios.
Clara ya no es la misma. Pasa sus días fuera de su casa, rodeada de desconocidos, tal vez con una sonrisa dibujada en su rostro, mientras la monitora del Centro de Día, muy profesional, trata de mantener despierto a un grupo de hombres y mujeres que ya no recuerdan quienes son, ni qué demonios hacen allí. Sospecho que si alguien le habla de su amiga María Teresa no será capaz de recordar ese nombre. En su mente quizás no quede ni una sola imagen de lo que vivimos juntas. El maldito Alzhéimer se ha colado en su cerebro y con solo 66 años la ha convertido en una desconocida para sí misma y para los que la recordamos como una mujer llena de energía y entusiasmo por la vida.      

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